domingo, 28 de noviembre de 2010

La niña de los fósforos

La navidad se acerca, ¡navidad dulce navidad! ¿Pero qué es navidad? ¿Qué tiene que ser la navidad para las personas? Ya plantear esta cuestión es en si una muestra de que algo no funciona bien.

El cuento que viene ahora trata de eso y nos hace reflexionar sobre ello, ¿Qué navidad vive nuestra familia, nuestro amigo, el vagabundo de la calle, o esa mujer que esta siendo maltratada y manipulada por su marido?

El siguiente cuento cuenta la navidad de una niña, de una niña que puede ser cualquiera que nos encontremos en la calle.


La niña de los fósforos



¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.


Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.


La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.


Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!


Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.


Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.


-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".


Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.


-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!


Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.


Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.


-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.


Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.


Autor: Hans Christian Andersen

viernes, 19 de noviembre de 2010

Paseando por París III



Los sorbetes estaban, cómo diría yo…,deliciosos.
Tonificado, mi príncipe azul ha venido a sentarse a mi lado.
Tan cerca que es ya una certeza. Son medias con liguero lo que llevo. Ha notado el pequeño enganche arriba en mi muslo.
Se que en ese preciso momento, ya no sabe ni dónde vive.
Me levanta el pelo y me besa en la nuca, en el huequito que hay detrás.
Me susurra al oído que le encanta el bulevar Saint-Germain, que le encanta el borgoña y los sorbetes de casis.
Le beso el pequeño corte. Con todo el tiempo que llevaba esperando ese momento, me aplico.
Los cafés, la cuenta, la propina, nuestros abrigos, todo eso ya no son más que detalles, detalles, detalles. Detalles que nos estorban.
Nuestras cajas torácicas se disparan.

Me tiende mi abrigo negro y entonces…
Admiro el trabajo del artista, chapeau, muy discreto, apenas visible, muy bien calculado y aún mejor realizado: al colocarlo sobre mis hombros desnudos, que se le ofrecían suaves como la seda, encuentra la décima de segundo necesaria y la inclinación perfecta hacia el bolsillo interior de su chaqueta para echar una ojeada al buzón de mensajes de su móvil.

Vuelvo a la realidad. De golpe.
Será traidor.
Será ingrato.
¡¡¡Pero qué acabas de hacer, desgraciado!!!
¡¿Pero de qué te preocupabas cuando mis hombros estaban tan redondos, tan cálidos y tu mano tan próxima?!
¿Qué asunto te ha parecido más importante que mis senos que se ofrecían a tus ojos?
¿Por qué cosa te dejas importunar cuando yo esperaba tu aliento sobre mi espalda?
¿No podías toquetear tu maldito chisme después, sólo después de haberme hecho el amor?

Me abrocho el abrigo hasta arriba.
En la calle, tengo frío, estoy cansada y mareada.
Le pido que me acompañe hasta la parada de taxi más cercana.

Esta angustiado.
Pide auxilio, chaval, medios no te faltan.
Pero no. Permanece estoico.
Como si no pasara nada. En plan acompaño a una buena amiga a coger un taxi, le froto los brazos para que entre en calor y departo sobre la noche en París.
Tiene clase casi hasta el final, eso lo reconozco.

Antes de que me suba al taxi Mercedes negro con matrícula de Val-de-Marne, me dice:
-Pero…nos volveremos a ver, ¿verdad? Ni siquiera sé dónde vive…Déjeme algo, una dirección, un número de teléfono…

Arranco un trozo de papel de su agenda y garabatea unos números.

-Tenga. El primer número es el de mi casa, el segundo, el del móvil, donde puede encontrarme en cualquier momento…
De eso ya me había dado cuenta.

-Sobre todo, no lo dude, en cualquier momento, ¿de acuerdo?... La espero.

Le pido al taxista que me deje al final del bulevar, necesito caminar.

Voy dando patadas a unas latas imaginarias.
Odio los teléfonos móviles, odio a Franchoise Sagan, odio a Baudelaire y a todos esos charlatanes.
Odio mi orgullo.



Fragmento sacado de la obra: "Quisiera que alguien me esperara en algún lugar"


Autora: Anna Gavalda

sábado, 6 de noviembre de 2010

Pintando


Pintando

Hoy pinto tu imagen en un cuaderno,
Es algo así como uno de esos dibujos manga,
Tienes ojos brillantes,
Una sonrisa angelical,
Y eres feliz, muy feliz.

Camino con el cuaderno por la calle,
Pegado a mí pecho,
Como si no quisiera que tu imagen se separase de mi corazón,
Y noto calor mucho calor

Llego del estudio a mi hogar,
Y dejo el cuadernillo en la mesa de noche,
Para poder mirarte,
Cuando el día se marche.

Me voy a la ducha,
Y con sorpresa desvelo,
En mi pecho una imagen que se ha tatuado
Es algo así como unos de esos dibujos manga
Tienes ojos brillantes…

José Antonio
Dedicatorias

Esta poesía un poco juvenil esta dedicado especialmente para mis amigas-os de la península: María José, Mercedes, Belén, Miguel, Alberto, Sebastián y recientemente María del Carmen. Todos ellos los tengo tatuados en mi pecho.
Por otro lado también esta dedicados a los bloggeros que tanto cariño les tengo. Besotes a todos.

¡PALABRAS!

“Palabras para cantar. Palabras para reír. Palabras para llorar. Palabras para vivir. Palabras para gritar. Palabras para morir”
J.A. Labordeta.