Los sorbetes estaban, cómo diría yo…,deliciosos.
Tonificado, mi príncipe azul ha venido a sentarse a mi lado.
Tan cerca que es ya una certeza. Son medias con liguero lo que llevo. Ha notado el pequeño enganche arriba en mi muslo.
Se que en ese preciso momento, ya no sabe ni dónde vive.
Me levanta el pelo y me besa en la nuca, en el huequito que hay detrás.
Me susurra al oído que le encanta el bulevar Saint-Germain, que le encanta el borgoña y los sorbetes de casis.
Le beso el pequeño corte. Con todo el tiempo que llevaba esperando ese momento, me aplico.
Los cafés, la cuenta, la propina, nuestros abrigos, todo eso ya no son más que detalles, detalles, detalles. Detalles que nos estorban.
Nuestras cajas torácicas se disparan.
Me tiende mi abrigo negro y entonces…
Admiro el trabajo del artista, chapeau, muy discreto, apenas visible, muy bien calculado y aún mejor realizado: al colocarlo sobre mis hombros desnudos, que se le ofrecían suaves como la seda, encuentra la décima de segundo necesaria y la inclinación perfecta hacia el bolsillo interior de su chaqueta para echar una ojeada al buzón de mensajes de su móvil.
Vuelvo a la realidad. De golpe.
Será traidor.
Será ingrato.
¡¡¡Pero qué acabas de hacer, desgraciado!!!
¡¿Pero de qué te preocupabas cuando mis hombros estaban tan redondos, tan cálidos y tu mano tan próxima?!
¿Qué asunto te ha parecido más importante que mis senos que se ofrecían a tus ojos?
¿Por qué cosa te dejas importunar cuando yo esperaba tu aliento sobre mi espalda?
¿No podías toquetear tu maldito chisme después, sólo después de haberme hecho el amor?
Me abrocho el abrigo hasta arriba.
En la calle, tengo frío, estoy cansada y mareada.
Le pido que me acompañe hasta la parada de taxi más cercana.
Esta angustiado.
Pide auxilio, chaval, medios no te faltan.
Pero no. Permanece estoico.
Como si no pasara nada. En plan acompaño a una buena amiga a coger un taxi, le froto los brazos para que entre en calor y departo sobre la noche en París.
Tiene clase casi hasta el final, eso lo reconozco.
Antes de que me suba al taxi Mercedes negro con matrícula de Val-de-Marne, me dice:
-Pero…nos volveremos a ver, ¿verdad? Ni siquiera sé dónde vive…Déjeme algo, una dirección, un número de teléfono…
Arranco un trozo de papel de su agenda y garabatea unos números.
Tonificado, mi príncipe azul ha venido a sentarse a mi lado.
Tan cerca que es ya una certeza. Son medias con liguero lo que llevo. Ha notado el pequeño enganche arriba en mi muslo.
Se que en ese preciso momento, ya no sabe ni dónde vive.
Me levanta el pelo y me besa en la nuca, en el huequito que hay detrás.
Me susurra al oído que le encanta el bulevar Saint-Germain, que le encanta el borgoña y los sorbetes de casis.
Le beso el pequeño corte. Con todo el tiempo que llevaba esperando ese momento, me aplico.
Los cafés, la cuenta, la propina, nuestros abrigos, todo eso ya no son más que detalles, detalles, detalles. Detalles que nos estorban.
Nuestras cajas torácicas se disparan.
Me tiende mi abrigo negro y entonces…
Admiro el trabajo del artista, chapeau, muy discreto, apenas visible, muy bien calculado y aún mejor realizado: al colocarlo sobre mis hombros desnudos, que se le ofrecían suaves como la seda, encuentra la décima de segundo necesaria y la inclinación perfecta hacia el bolsillo interior de su chaqueta para echar una ojeada al buzón de mensajes de su móvil.
Vuelvo a la realidad. De golpe.
Será traidor.
Será ingrato.
¡¡¡Pero qué acabas de hacer, desgraciado!!!
¡¿Pero de qué te preocupabas cuando mis hombros estaban tan redondos, tan cálidos y tu mano tan próxima?!
¿Qué asunto te ha parecido más importante que mis senos que se ofrecían a tus ojos?
¿Por qué cosa te dejas importunar cuando yo esperaba tu aliento sobre mi espalda?
¿No podías toquetear tu maldito chisme después, sólo después de haberme hecho el amor?
Me abrocho el abrigo hasta arriba.
En la calle, tengo frío, estoy cansada y mareada.
Le pido que me acompañe hasta la parada de taxi más cercana.
Esta angustiado.
Pide auxilio, chaval, medios no te faltan.
Pero no. Permanece estoico.
Como si no pasara nada. En plan acompaño a una buena amiga a coger un taxi, le froto los brazos para que entre en calor y departo sobre la noche en París.
Tiene clase casi hasta el final, eso lo reconozco.
Antes de que me suba al taxi Mercedes negro con matrícula de Val-de-Marne, me dice:
-Pero…nos volveremos a ver, ¿verdad? Ni siquiera sé dónde vive…Déjeme algo, una dirección, un número de teléfono…
Arranco un trozo de papel de su agenda y garabatea unos números.
-Tenga. El primer número es el de mi casa, el segundo, el del móvil, donde puede encontrarme en cualquier momento…
De eso ya me había dado cuenta.
-Sobre todo, no lo dude, en cualquier momento, ¿de acuerdo?... La espero.
Le pido al taxista que me deje al final del bulevar, necesito caminar.
Voy dando patadas a unas latas imaginarias.
Odio los teléfonos móviles, odio a Franchoise Sagan, odio a Baudelaire y a todos esos charlatanes.
Odio mi orgullo.
De eso ya me había dado cuenta.
-Sobre todo, no lo dude, en cualquier momento, ¿de acuerdo?... La espero.
Le pido al taxista que me deje al final del bulevar, necesito caminar.
Voy dando patadas a unas latas imaginarias.
Odio los teléfonos móviles, odio a Franchoise Sagan, odio a Baudelaire y a todos esos charlatanes.
Odio mi orgullo.
Fragmento sacado de la obra: "Quisiera que alguien me esperara en algún lugar"
Autora: Anna Gavalda
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